AUTOR: CRISTIÁN VALENCIA
LIBRO: HAY DÍAS EN QUE AMANEZCO MUERTO
"Yo nunca había visto a alguien suicidarse con un chocorramo", dice Román Rico, hombre nacido en Medellín hace 29 años. Y por absurdo que parezca no hay forma de esconder la tragedia que encierran esas palabras. Román es más conocido por el mote de Poñoño, una palabra que se inventó en San Andrés hace más de ocho años, cuando todavía practicaba el difícil arte de la libertad y recorría Colombia sobre unos patines, acompañado por un perro.
Otros tiempos, sin duda, que recuerda con una risa nostálgica, porque su vida cambió desde que recibió el golpe más berraco de su vida. Cometió el error de estar en el lugar equivocado a la hora precisa: El Cartucho, el 7 de agosto de 2002, a eso de las 3 de la tarde.
"Le voy a decir la verdad a usted, hermano, porque no quiero esconder nada. Yo estaba haciendo una fila como de 14 personas para comprar unas bichas de bazuca", dice. Poñoño se ganaba la vida con su arte. Lo suficiente para no pedir limosna, para pagar la pieza, estar bien vestido y hasta comprar su vicio. Hoy en día Poñoño es un hombre de la calle, un ñero, un indigente. Uno de los 8 millones de colombianos que sobreviven con menos de un dólar al día. Es necesario decir que de aquella fila de 14 el único que puede contar este cuento es él. Los demás murieron por el roquetazo que hizo blanco en lo que se puede considerar como una de las regiones más deprimidas del planeta.
Pero antes de aquel día, aunque metía bazuco, Poñoño era un artesano y un patinador de raca mandaca. No era extraño encontrárselo zigzagueando de espaldas en los trancones de la séptima a la altura del Jorge Eliécer Gaitán, mientras hacía bicicletas de alambre o tallaba elefantes de madera. Poñoño agradece a Dios por estar vivo aunque no pueda esconder la tristeza. Siempre se refiere a su pasado. Cuando tenía 18 años estaba en el parque de la marina en Cartagena mirando a unos skaters hacer piruetas en una rampa que habían montado. Poñoño lo intentó con sus patines ordinarios y no pudo. Un muchacho le dijo que le prestaba los patines en línea si se atrevía a hacer un 243, y que si lo lograba se los regalaba. Un 243 es un asunto de locos: se trata de volar, dar tres vueltas en el aire y caer perfectamente sobre la rampa. Algo que Poñoño hizo como un profesional y desde entonces tuvo patines en línea. Con los mismos que viajó a Barranquilla y Santa marta. Patinando. Los mismos que usó para hacerse el trayecto Cartagena Bogotá, subiendo colinchado de las tractomulas y bajando como sólo Cochise lo hacía.
"Estábamos en el Cartucho haciendo esa fila cuando escuchamos un silbido. Johnny, mi parce, dijo que se trataba de otro avión a punto de reventarse contra un edificio. Y antes de poder reírme estalló el poñoñoñazo".
Un poñoñoñazo en este caso viene acompañado de caos. De sangre y dolor. De gritos desesperados y agónicos. De cuerpos sin cabeza tratando de correr. Cuando sintió el estruendo Poñoño trató de salir corriendo: "Y me encontré con un pie sin dueño, hermano. Me asusté mucho más. De pronto alguien me agarró por detrás y yo pensé que era ese maldito pie que me estaba cogiendo. Pero no, era Johnny con el vientre hecho pedazos que se recostaba sobre mí. Lo último que vi fue la cabeza ensangrentada de la señora que me lavaba la ropa. No me acuerdo de más".
Poñoño algo había escuchado de un nuevo presidente pero desconocía las amenazas que se cernían sobre el centro de la ciudad. Desconocía también el cinturón de seguridad que se había armado para aquel evento. Veintidós mil hombres del ejército y la policía habían establecido un cerco infranqueable que se extendía desde la calle 6 a la 26 y de la carrera 4 a la 13. El Cartucho estaba dentro del cerco pero nadie le impidió la entrada ni a él ni a las 23 personas que fallecieron ese día.
En la clínica.
Todos los informes aseguraron que fueron 23 los muertos en el Cartucho. Y 30 heridos. Para Poñoño los muertos fueron más de 50 porque había mucha gente en aquella tenebrosa calle. Un grupo de patólogos expertos trabajó intensamente tratando de identificar a las personas que fallecieron pero no hubo caso. Los indigentes no cargan sus papeles en regla. Así que el 9 de agosto, en una fosa común, fueron enterrados 20. De los heridos poco se supo, aunque Poñoño cuenta la historia de tres de ellos, compañeros de infortunio en la clínica Bogotá.
Cuando se despertó lo primero que vio, o que no vio, fue su brazo. "Sentí una tristeza muy poñoñoñuda, un taco terrible en mi corazón", dice. Con los días y los sedantes se fue acostumbrando a su nueva condición. En aquel pabellón estaban por lo menos siete sobrevivientes. Uno de ellos, que había sido alcanzado por esquirlas en la cara, el vientre y la mano, decidió que no quería vivir más. Poñoño no lo conocía. Y como no lo conocía se refiere a él como a una imagen. "La imagen dijo que así no quería seguir viviendo", dice. Nadie le paró muchas bolas hasta que le hombre se levantó de la cama y se dirigió a la ventana. Estaban en un sexto piso. Al verlo todos se quedaron en silencio un segundo. Tan sólo un segundo, porque otro convaleciente soltó un apunte como para una escena de los tres chiflados: "Venga ñero le presto mi cobija para que se tire como Supermán", le dijo. La risa no dio tregua y el suicida tampoco: la imagen se bajó del antepecho de la ventana y se le fue encima al chistoso. Le pegó unas trompadas primero. Luego le quitó la aguja del suero y comenzó a chuzarlo por todas partes. Unos enfermeros lo controlaron. Quince minutos después volvió a la ventana, miró a sus compañeros de cuarto, se echó la bendición y se lanzó de cabeza no como Supermán sino como un ñero desdichado. El que se apuntó el chiste murió a las ocho de la mañana siguiente. Van dos.
El tercero se suicidó con un chocorramo. El impacto le había volado las piernas y le acababan de practicar una operación en los intestinos. El médico le advirtió que no podía comer nada sólido porque se moría. Como a las tres de la tarde pasó una señora con tres chocorramos. Le pidió uno. La señora, que desconocía las condiciones clínicas de aquel hombre, se lo regaló y se fue. La vecina de cama le repitió lo mismo que el doctor, le dijo que mucho cuidado con comer de eso. "No me joda", contestó y comenzó a masticar. "Al tercer mordisco tosió, convulsionó y se murió", dice Poñoño con media sonrisa. Pero no se ríe del muerto sino de lo que pasó después. Otro de los pacientes no creyó que estuviera muerto y pensó que estaba montando una escena. Así que aprovechó para robarle el chocorramo. Cuando llegó el doctor y vio al paciente con restos de comida en la comisura de los labios lanzó un grito desesperado: " Ese chocorramo mató a este paciente!". Entonces el ladrón comenzó a meterse el dedo en la boca para vomitar, convencido de que estaba envenenado. "Le pusimos tragasopas por garoso", dice Poñoño entre risas.
Hoy por hoy.
Casi año y medio después de la bomba Poñoño sigue sin brazo. Al comienzo trató de mantener su buen humor. A los 20 días ya estaba intentando hacer sus bicicletas de alambre. Fue a Cachivache, la corporación en donde ha aprendido de teatro, de cerámica y de literatura, con la esperanza de recibir una ayuda. Federico López y Claudia Valderrama lo acogieron y se pusieron al frente de su caso. Y allí fue donde comenzó con su artesanía nuevamente. Antes hacía bicicletas en 40 segundos mientras patinaba, ahora las hace sentado, en 30 minutos, con un gesto de dolor apretado entre los dientes, o con el pucho de la vida si se quiere.
Un 8 de noviembre estaba tirado en el eje ambiental, delirando del dolor, moviendo el muñón mientras dormía, como si estuviera patinando en carretera con sus dos brazos, recordando los buenos tiempos. Poñoño, el artesano patinador o el ñero que patinaba; Poñoño , que tomó cursos de literatura y cerámica en Cachivache; Poñoño, que hizo teatro con Patricia Ariza, se olvidó de sí. Intentó rehabilitarse en una institución social pero sus buenos recuerdos pesaban demasiado. Si antes se ganaba su plata y tenía la libertad de gastarla en lo que quisiera, hoy en día vive en la calle y está a merced de la caridad pública. De la limosna. No se atreve a patinar porque le teme a las caídas y de las bicicletas ya no puede vivir. De la esperada prótesis que Bienestar Social le prometió no se sabe nada. Lo único cierto es que no se pudo gestionar su indemnización mientras no sacara sus papeles, cosa que le ha tomado más de un año. Hoy en día, luego de 29 años, por fin Poñoño podría ser al menos un número en las estadísticas nacionales. A Poñoño le hubiera gustado que le dieran una mano sin condiciones pero qué se le va a hacer.
De pronto se queda en silencio y comienza a cantar el estribillo de una canción compuesta por él en tiempos de independencia, cuando disfrutaba de la vida a boca de jarro, con la dicha de los hombres libres: "Este es el cambio, este es el cambio, este es el cambio de la sociedad". Y de repente se calla. La necesidad lo acecha. Le urge pedir limosna: tiene dolor y hambre. Y necesita drogarse mucho más para sonreír, aunque sea desde la amargura de la imaginación.